miércoles, 4 de mayo de 2016

LA CHICA SOBRE LA CALZADA

Autor: Martín A. Fernández Ch.
Fecha: 06/06/2016

Un domingo en la mañana, algo más de las siete, Juan invitó a sus hijos a que lo acompañaran a caminar al Parque del Este:

    ¡Vamos a caminar al parque!
  No papá, tú tardas mucho –dijo Toñito mientras jugaba en su celular y veía televisión al mismo tiempo, sentado en el piso, descalzo, y aún en pijama aunque se había levantado hace una hora.
  Papá, caminar es una ladilla –resaltó Vicky quien se acababa de levantar y estaba preparando su desayuno: cereal con leche.
    ¿Quieres decir que tu papá es una ladilla? ¡Sabes que me molesta esa palabra! –dijo Juan mirando a su hija directamente a sus ojos, arrugando su frente y alzando el tono de su voz.
     No te quise ofender papá, es que me da mucho fastidio salir, además aún estoy dormida.
–  ¡Vamos!, es solo un rato, en una hora estamos de vuelta. Así compartimos y conversamos.
  ¡Si un rato! Jaja, siempre dices lo mismo papá –señala Toñito en tono de reproche y torciendo la mirada hacia arriba.     ¡Con una condición! ¡Si me compras un refresco de colita! –dice emocionado levantando la mano con su dedo índice señalando al techo, como señal de su ocurrencia.
  Y yo quiero una cotufa – secunda rápidamente Vicky, alegrando su semblante con una sonrisa cómplice y mirando a su padre.
     La idea es hacer algo de ejercicio y ustedes… ¡está bien!, vístanse rápido.

Juan tenía la rutina de salir casi todas las mañanas a caminar al parque, vivía a cinco cuadras. Salía de su apartamento, le daba una vuelta y regresaba, esta ruta normalmente lo hacía en una hora. A veces, se conseguía con un amigo en el camino y, cuando la conversación era amena, acompañado le daba una vuelta adicional. El médico le había recomendado ejercitarse todos los días para mejorar su nivel de colesterol “bueno”, un problema que lo tenía preocupado. La intención de salir con sus hijos era ir creando en ellos el hábito de cuidarse físicamente y, además, ponerse al día sobre sus vidas, ya que estaban pasando unas vacaciones juntos, puesto que los niños viven con su madre en otra ciudad.

En ese trayecto de costumbre, justamente al pasar por el frente del Centro Comercial Plaza, Juan y sus hijos vieron a una mujer tirada en el medio de la calle, boca abajo, de unos treinta años, su cabello era negro y su piel morena, vestía con camisa y pantalón, tenía puesto zapatos de tacón alto. Había dos policías cuidándola, uno desviaba el  tránsito para que no la pisaran, y el otro, parado a su lado, la miraba mientras hablaba por su celular.

     ¿Qué le pasó a esa mujer? –preguntó Vicky con cierto susto en su voz.
     ¿Qué le pasó? –dijo enseguida Toñito aterrado y agarrando con cierta fuerza la mano de su padre.
    ¡No sé!,  habría que preguntar –. Conociendo el lugar y lo temprano del día, Juan se imaginó lo que probablemente le había pasado a la mujer, pero no se atrevía a hacer ese tipo de conjeturas a los niños.
     ¿Estará muerta? –se aventuró a decir Toñito, quien seguía aferrado a la mano.
    ¡No está muerta! –le respondió Vicky pero mostrando inseguridad. Se tomó una pausa para pensar y se le ocurrió una razón válida para ella: – ¡No ves que no hay sangre en el piso!, Yo creo que se desmayó.
    Tú piensa lo que quieras, a mí me parece que está muerta –insistió Toñito, haciéndole una seña a su hermana, como haciendo entender que es una locura su idea.
      Papi, ¿Los policías por qué no la ayudan? –preguntó Vicky.
  Por lo mismo que discuten ustedes. Ellos no saben lo que tiene la chica. Seguro llamaron a los paramédicos para que vengan a verla. Me parece que no está muerta, si no tendría la cabeza cubierta con un paño, esa es la costumbre –les respondió Juan con mucha cautela en sus palabras.
     ¿Vamos a preguntarle a los policías? –propone Vicky.
     Pregunta tú, a mí me da pena –respondió Toñito mirando directo al rostro de su hermana.
    Hagamos algo, vamos a seguir caminando, y al regreso les preguntamos –dijo Juan con el propósito de huir de una posible respuesta que coincidiera con su sospecha, y que luego tendría que dar explicaciones de adulto a sus hijos.

FIN

LOS NAUFRAGOS

Autor: Martín A. Fernández C.
Fecha: 04/05/2016

En algún momento de nuestras vidas hemos retado a la naturaleza, por gallardía, por estupidez o por simple capricho sólo para contradecirla y mostrarnos superiores. Pero no nos damos cuenta, que esa falta de respeto es un alto riesgo y que en ocasiones podemos acercarnos o encontrarnos con la muerte. Un elemento de la naturaleza que merece inmenso respeto es el mar, donde se esconden infinitos misterios como son las corrientes marinas y la influencia de los vientos, fenómenos invisibles que actúan discretamente para darle vida y hacer sentir que es un ser pensante.

En una ocasión, hace más de 29 años, cuando el merengue y la música disco estaban de moda,  casualmente un 28 de diciembre, Carlos se divertía con un grupo de amigos de infancia en una playa llamada La Punta, que se ubica en la entrada del pueblo Los Caracas, en el Litoral Central. El día era de sol picante, de ese que muchos aprovechan para oscurecer su piel, sin importarles pertenecer en un futuro al grupo mundial de los 3 millones de casos anuales de cáncer de piel.

Durante la mañana, Carlos y dos de sus amigos: Juan y Alejandro, por casi una hora, se ejercitaron practicando Lucha Canaria, un tipo de deporte antiguo nativo de las Islas Canarias, sobre el cual se dice que en 1527 se realizó una luchada para celebrar el nacimiento de Felipe II.  Este buen entrenamiento produjo mella en sus condiciones físicas, pero la juventud siempre reserva fuerzas insospechadas para seguir una juerga playera.

Alejandro también practicaba windsurf, un deporte que empezaba a tener auge en Venezuela, lo cual hacía los fines de semana y en vacaciones de verano, llevando el equipo sobre el techo de su Malibú Classic Chevrolet del año 76, color azul, desteñido por el tiempo. En esa época  la tabla era de 3,20 metros de eslora, pesaba más de 20 Kg y estaba construida con fibra de vidrio. Su tecnología era incipiente si se compara con los equipos modernos: eslora hasta 2 metros, peso menor a 7 Kg y hecha con fibra de carbono, kevlar, cerámica, madera y espuma de poliestireno. Aunque la velocidad que desarrollaba no era sorprendente, en comparación con los 90 Km/h que pueden desarrollar los nuevos equipos, el gusto y furor por este deporte tiene que ver con la lucha en solitario contra la naturaleza, la sensación de libertad y la conexión estrecha y directa entre la mente, cuerpo y naturaleza (el viento y las corrientes marinas), a través del equipo de windsurf como mediador.

Para el momento en que el Sol quemaba desde el cenit, Alejandro quiso navegar en su windsurf y pidió ayuda a los amigos para armarlo mar adentro, debido a que el intenso oleaje impedía hacerlo en la misma orilla. La playa donde estaban, no tenía las mejores condiciones para este tipo de deporte, en contraste con el surf para lo cual era perfecta, así que se distribuyeron las partes del equipo: Alejandro se acostó sobre la tabla y remó con los brazos hasta mar adentro, luego del nacimiento de las olas; Carlos nadó cargando con el “pié de mástil” y “la Orza” (pieza que permite direccionar la navegación, va colocada por debajo de la tabla haciendo contacto con el agua y conectada al mástil) y Juan llevó el mástil, la vela y la botavara (vara amarrada a la vela donde el piloto se agarra para contener el viento y lograr el impulso para navegar).

Los tres se reunieron en lo hondo, en esa zona donde inicia el mar adentro. Luego de armar el rompecabezas de la nave, Juan quiso subir de polizón, acostándose sobre la popa de la tabla. Alejandro, luego de varios intentos, elevó el mástil halando de la driza (soga), tomó la botavara y orientó la vela para deslizarse rumbo al Noreste, colocándose con espalda a barlovento y así convertir, a través de la tensión de sus brazos, la fuerza del viento en impulso de navegación.

En ese mismo momento, Carlos estaba nadando para regresar a la playa, pero a pesar del esfuerzo no lograba avanzar. Él se encontraba en ese nivel donde nacen las olas, pero le era imposible montarse en la cresta de una de ellas para impulsarse a la orilla. Descansó un momento y luego volvió a intentarlo con más fuerza, pero había una corriente de resaca que lo abrazaba para regresarlo mar adentro. A pesar de sus destrezas como nadador y sus buenas condiciones físicas, le dolían los hombros de tantas brazadas que hizo, sintió que se le desprendían los brazos del torso. El agotamiento se apoderó de la voluntad de Carlos (es posible que el entrenamiento de la mañana le estuviese cobrando factura), el miedo y la desesperación se hicieron presentes, y hasta llegó a pensar que era su fin. Sus pensamientos eran incoherentes, se decía a sí mismo que estaba perdido y que era mejor dejarse hundir de una vez, en vez de sufrir la agobiante espera de la muerte. Esa masa de agua superficial aparentemente tranquila lo envolvía y lo paseaba a su capricho, se había enamorado de él y lo deseaba tener para siempre sin su consentimiento.

De pronto Carlos tuvo un destello divino en su pensamiento para sobrevivir: recordó que sus amigos se encontraban navegando y volteó a buscarlos. Vio que se encontraban cerca, como a unos 25 metros,  y les gritó para que lo auxiliaran. Al principio no lo veían, pero como pudo alzó un brazo para hacerles señas. Al encontrase con Alejandro y Juan, les contó que la corriente era muy fuerte y que no podía llegar a la playa. Juan pensó en nadar a la orilla, pero Carlos le hizo entender que era muy riesgoso.

Alejandro trató de navegar con Juan y Carlos recostados sobre la tabla, se colocó a babor procurando ceñir contra el viento en dirección Noreste, buscando el rumbo para salir por la playa vecina, pero las condiciones no los favorecían: escaso viento, el exceso de peso que provocaba el hundimiento de la proa y la fuerte corriente. El capitán siguió perseverando aplicando todas las maniobras posibles para avanzar, pero sus intentos fueron estériles,  así que decidió desmontar la vela y que los tres remaran con los brazos, pero nada se logró. Los tres amigos se sentaron con la tabla entre sus piernas, para esperar que la corriente marina los paseara en paralelo a la costa, hacia el Oeste, y así poder salir por alguna otra playa con mejor condición.

Allí estaban los náufragos a la deriva, no les quedaba otra que estar calmados y pacientes, sobre todo Carlos, quien sobrevivió a su agonía. Pasó un buen tiempo, las conversaciones entre Alejandro y Juan eran sobre cómo salir del agua. Carlos, por su parte, solo pensaba que estaba vivo y que ya no sería parte de las estadísticas de muertos por inmersión (causa poco relevante que no alcanza el 3% del total de defunciones), él prefería una muerte más típica.

Como a la media hora de estar tomando sol, un helicóptero sobrevoló a los náufragos, pero no se distinguía si era de rescate o de algún medio de comunicación, al final poco importaba tal distinción, “seguramente nos vieron” pensaron ellos; sin embargo, no se atrevieron a hacer señas de auxilio, prefirieron seguir a la deriva que hacer el ridículo. Pero gracias a los amigos que estaban en tierra, la Guardia Nacional se enteró de la emergencia.

Pasó otro buen rato y llegó un pequeño peñero a rescatarlos, tenía un motor fuera de borda y llevaba tres tripulantes. A los rescatistas se les ocurrió la idea de remolcar a los náufragos atando el windsurf con un mecate a la proa, puesto que en el bote no cabían todos. Carlos estaba acostado sobre la popa de la tabla con medio cuerpo en el agua, pero a medio camino del arrastre no aguantó el esfuerzo del agarre y se soltó, los hombros aún le seguían doliendo. Se volvió a montar y esta vez sí pudo resistir hasta llegar a la playa El Pescado, conocida en Los Caracas por tener una escultura de gran tamaño de una especie marina, parado en un pedestal sobre la arena. Allí los recibió un par de guardias nacionales y los montaron en un Jeep militar, de color verde aceituna y con techo de lona, para llevarlos al comando que se ubicaba en la entrada del pueblo, cerca de la alcabala. El guardia de mayor rango se dirigió a ellos y les dijo “ustedes son jóvenes y tienen mucho que dar a la patria, deben de cuidarse”, consejo que Carlos conservó para siempre.

En el comando, el guardia nacional a cargo anotó sus datos, los colocó en el patio a cielo abierto, uno al lado del otro como si fueran soldados, en posición erguida, con las manos atrás, y les dio un largo discurso, tanto o más tiempo del que estuvieron en el agua. El hombre era más bajo que los muchachos, pero fornido y mal encarado. Les habló de lo irresponsables que fueron, sobre el riesgo que tomaron, del peligro de la playa, de las historias de bañistas y surfistas ahogados, y otras situaciones más, que hacían preguntarse: “Entonces, ¿por qué dejan que se bañen en esa playa?” Los náufragos, descalzos y sin camisas, se cansaron de estar parados, pero no se atrevían a quejarse con el guardia por temor a un castigo mayor, quizás temieron un encierro en el calabozo por horas o, quien sabe, hasta el día siguiente. De la charla tan repetitiva e incoherente, los compadres de aventura llegaron a extrañar aquellos momentos en que se encontraban a la deriva, en calma, sólo esperando pacientemente que el manto de la corriente les permitiera salir más adelante en otra playa más dócil.


FIN

SABOR A CHOCOLATE

Autor: Martín A. Fernández Ch.
Fecha: 06/06/2016
Esa tarde, Fernando y su pequeño hijo salieron del colegio luego del desfile deportivo anual, que había durado toda la mañana. El calor era verdaderamente infernal y prefirieron pasar primero por una heladería para refrescarse, antes de llegar a la casa.
Al entrar al local sintieron un gran alivio por la frescura que había en su interior. El niño se le soltó de la mano y fue directo al mostrador para degustar los distintos sabores que ofrecían. Fernando lo siguió con la vista y pensó “Para nada, siempre termina escogiendo el sabor a chocolate”. Por curiosidad dio una mirada panorámica al área de las mesas y observó en el fondo a una persona que le estaba haciendo señas. Se sintió extrañado, dudaba que fuera con él y miró hacia atrás para chequear si era con otro, cuando le escuchó decir:
—¡Gaspar! —le llamó fuertemente la persona, que se encontraba sentado en la mesa en compañía de dos hermosas mujeres, algo más jóvenes que él.
Fernando lo volvió a mirar agudizando la vista para tratar de reconocerlo, pero sin éxito; aunque, el hecho de haberlo llamado por su segundo apellido le había dado una pista para ubicarlo en el tiempo y pensó: “Debe ser alguien del colegio”, ya que esa era una costumbre para identificarse en aquella época. La persona se levantó y alzó los brazos y fue cuando Fernando logró distinguirlo.
—¡Méndez, rata pelúa!, ¿qué es de tu vida chamo? —respondió Fernando gritando desde la distancia, despreocupado por si estaba alterando el orden o incomodando a alguien. Y se acercó a saludarlo con la camaradería de siempre.
Se trataba de un amigo de la infancia, que había estudiado con su hermano menor, pero que igual se la pasaban juntos la mayoría de las tardes, luego de las clases. Más recientemente habían coincidido en un postgrado. A pesar de la buena amistad, no se habían visto desde hace quince años.
—Méndez pana, dime una vaina, ¿Qué te hiciste? —dijo Fernando, que no salía del asombro con el aspecto actual de su amigo, quien estaba obeso y muy canoso para la edad que tenía.
—Me he descuidado un poco —le respondió seguido de una risa sarcástica y, acercándose disimuladamente, le susurró: —la buena vida  —lo que provocó una sonrisa cómplice en Fernando.
—Siempre el mismo, no cambias, gozando de lo lindo—comentó Fernando con voz galante y mirando con atrevimiento a una de las compañeras de Méndez, la de piel canela, fijándose en sus ojos verdes, quien se le reveló con una pícara sonrisa.  
La conversación de hermandad distrajo a Fernando de la razón por la cual estaba en la heladería, hasta olvidó a su hijo; seguía parado frente a su amigo en el medio de las mesas, sin importar lo que pasaba alrededor, poniéndose al día sobre las familias, donde vivían, el trabajo y recordando los compañeros de pandilla por sus apodos: Chapotín, Flash, Pichón de Poste y Cuartico e’ Leche.  Mientras lo escuchaba, recordaba con nostalgia los momentos que convivieron, aquellas aventuras de muchacho en el colegio, en el club, las playas, las veces que se fueron sin pagar las cervezas donde los chinos y otras maldades de adolescente.
—Dime una vaina marico, ¿te casaste? ¿Tienes hijos?  —le preguntó el amigo.
—Sí pana, tengo dos chamos, niño y niña, pero estoy divorciado. Por cierto, el carajito mío está por allí revisando los helados  —respondió Fernando, mientras se volteaba hacia el mostrador  señalándolo con la mano. En eso vio a su hijo que lo estaba llamando a gritos y haciéndole señas con los brazos.
—¡Verga, es una fotocopia tuya, chamo!  —le dijo el amigo riéndose a carcajadas —. Anda, atiéndelo antes de que se arreche, mira que estos niños de ahora son altaneros.
—Algunas veces me sacan la piedra y se me suelta la mano  —afirmó Fernando cambiando el semblante de su cara para darle seriedad a sus palabras.
Fernando se despidió de su amigo con un apretón de manos y con un intercambio de palmadas en los hombros, mirando a su hijo para mostrarle que ya iba por los helados. Luego, le dio una mirada nuevamente a la chica que le había impresionado, pero esta vez con mayor contemplación y sin importar que estuviese acompañada.
Cuando llegó al mostrador, acariciando la espalda de su niño, le preguntó:
—¿Qué sabor vas a querer?
—Adivina papi: ¡De chocolate!     

FIN