Autor:
Martín A. Fernández Ch.
Fecha:
06/06/2016
Esa tarde, Fernando y su pequeño hijo salieron del colegio
luego del desfile deportivo anual, que había durado toda la mañana. El calor
era verdaderamente infernal y prefirieron pasar primero por una heladería para
refrescarse, antes de llegar a la casa.
Al entrar al local sintieron un gran alivio por la frescura
que había en su interior. El niño se le soltó de la mano y fue directo al
mostrador para degustar los distintos sabores que ofrecían. Fernando lo siguió
con la vista y pensó “Para nada, siempre termina escogiendo el sabor a
chocolate”. Por curiosidad dio una mirada panorámica al área de las mesas y
observó en el fondo a una persona que le estaba haciendo señas. Se sintió
extrañado, dudaba que fuera con él y miró hacia atrás para chequear si era con
otro, cuando le escuchó decir:
—¡Gaspar! —le llamó fuertemente la
persona, que se encontraba sentado en la mesa en compañía de dos hermosas mujeres,
algo más jóvenes que él.
Fernando lo volvió a mirar agudizando la vista para tratar
de reconocerlo, pero sin éxito; aunque, el hecho de haberlo llamado por su
segundo apellido le había dado una pista para ubicarlo en el tiempo y pensó: “Debe
ser alguien del colegio”, ya que esa era una costumbre para identificarse en aquella
época. La persona se levantó y alzó los brazos y fue cuando Fernando logró distinguirlo.
—¡Méndez, rata pelúa!, ¿qué es de tu
vida chamo? —respondió Fernando gritando desde la distancia, despreocupado por si
estaba alterando el orden o incomodando a alguien. Y se acercó a saludarlo con
la camaradería de siempre.
Se trataba de un amigo de la infancia, que había estudiado
con su hermano menor, pero que igual se la pasaban juntos la mayoría de las
tardes, luego de las clases. Más recientemente habían coincidido en un
postgrado. A pesar de la buena amistad, no se habían visto desde hace quince
años.
—Méndez pana, dime una vaina, ¿Qué
te hiciste? —dijo Fernando, que no salía del asombro con el aspecto actual de
su amigo, quien estaba obeso y muy canoso para la edad que tenía.
—Me he descuidado un poco —le
respondió seguido de una risa sarcástica y, acercándose disimuladamente, le susurró:
—la buena vida —lo que provocó una
sonrisa cómplice en Fernando.
—Siempre el mismo, no cambias, gozando
de lo lindo—comentó Fernando con voz galante y mirando con atrevimiento a una de
las compañeras de Méndez, la de piel canela, fijándose en sus ojos verdes,
quien se le reveló con una pícara sonrisa.
La conversación de hermandad distrajo a Fernando de la razón
por la cual estaba en la heladería, hasta olvidó a su hijo; seguía parado
frente a su amigo en el medio de las mesas, sin importar lo que pasaba
alrededor, poniéndose al día sobre las familias, donde vivían, el trabajo y
recordando los compañeros de pandilla por sus apodos: Chapotín, Flash, Pichón
de Poste y Cuartico e’ Leche. Mientras lo escuchaba, recordaba con
nostalgia los momentos que convivieron, aquellas aventuras de muchacho en el
colegio, en el club, las playas, las veces que se fueron sin pagar las cervezas
donde los chinos y otras maldades de adolescente.
—Dime una vaina marico, ¿te casaste?
¿Tienes hijos? —le preguntó el amigo.
—Sí pana, tengo dos chamos, niño y
niña, pero estoy divorciado. Por cierto, el carajito mío está por allí revisando
los helados —respondió Fernando,
mientras se volteaba hacia el mostrador
señalándolo con la mano. En eso vio a su hijo que lo estaba llamando a
gritos y haciéndole señas con los brazos.
—¡Verga, es una fotocopia tuya,
chamo! —le dijo el amigo riéndose a
carcajadas —. Anda, atiéndelo antes de que se arreche, mira que estos niños de
ahora son altaneros.
—Algunas veces me sacan la piedra y
se me suelta la mano —afirmó Fernando
cambiando el semblante de su cara para darle seriedad a sus palabras.
Fernando se despidió de su amigo con un apretón de manos y
con un intercambio de palmadas en los hombros, mirando a su hijo para mostrarle
que ya iba por los helados. Luego, le dio una mirada nuevamente a la chica que le había impresionado, pero esta vez con mayor contemplación y sin importar que estuviese
acompañada.
Cuando llegó al mostrador, acariciando la espalda de su
niño, le preguntó:
—¿Qué sabor vas a querer?
—Adivina papi: ¡De chocolate!
FIN
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