Para mí,
todo comenzó un día martes 14 de diciembre de 1999.
Estaba en Caracas
celebrando el día Internacional del Tasador Panamericano, era una reunión en
horas de la noche festejando entre colegas y amigos, con bebidas y pasapalos.
En este ambiente de cordialidad se hablaba sobre temas gremiales y del país,
específicamente que el siguiente día sería el referendum para aprobar la
nueva Constitución.
Normalmente no me
gustaba estar hasta muy tarde en Caracas, porque vivía en una urbanización
llamada Carmen de Uria, ubicada a un lado de la vía antes de llegar a Naiguatá,
en el Litoral Central. Las salidas nocturnas implicaban llegar muy tarde a mi
casa y había que sufrir las penurias del servicio de transporte público
nocturno; pero lo más angustioso era que mi mamaita no descansaba hasta que
llegase a casa, con bastante razón, puesto que representaba peligro. Pero en
esta oportunidad pude quedarme un buen rato en la celebración, debido a que me
esperaban una pareja de amigos, que andaban en vehículo y vivían en el mismo
sector. Llegada las nueve de la noche me despedí de la reunión y fui a
encontrarme con mis vecinos.
Mi amiga le
insistió a su novio que quería pasear por el Sambil, a lo cual no pudo negarse
y me tocó acompañarlos. Por un buen rato nos perdimos caminando por los
pasillos viendo tiendas; más tarde, nos apeteció cenar en dicho centro
comercial. Estaba despreocupado por la hora y fue a las once cuando nos dispusimos
a bajar a La Guiara.
Durante el camino
estuvo lloviznando de manera débil, pero persistente. Por cierto, desde
Septiembre había estado lloviendo y más recurrente desde hace cuatro semanas,
siempre lloviznas breves. Ya habían ocurrido algunos derrumbes;sin embargo, en la zona siempre se pensaba que eso
era algo muy natural. Mi amigo, que se crió en Uria, conocía las eventualidades
que podrían presentarse en el camino y no dejaba de decirnos que la carretera
era peligrosa en el tramo de Tanaguarena a la casa, puesto que de las laderas
se desprendían rocas por causa del agua y si seguía lloviendo era preferible
quedarse en otro lugar. Adicionalmente, nos preocupaba pasar antes que se
desbordarse la quebrada “La Alcantarilla de Oro”.
Dicha carretera es
estrecha y extremadamente oscura. Esas
condiciones de clima nos obligaban a estar alerta y andar despacio. En la
medida que nos acercábamos a la bendita quebrada, el lodo en el asfalto se
hacía más abundante y justamente en el puente se atascó el vehículo que iba
delante de nosotros, quedando atravesado de tal manera que no dejó espacio para
que ningún otro pudiera pasar. Algunos intentaron empujarlo, luego probaron
remolcarlo, pero fue inútil. En eso empezó a llover más intensamente, haciendo
que bajara mayor cantidad de lodo de la montaña y realmente nos preocupamos
cuando comenzó a cubrir al vehículo atascado; entonces fue cuando decidimos dar
vuelta atrás. Esa noche no tuvimos otra opción que quedarnos a dormir en un motel,
en Tanaguarena.
Pienso ahora, no
recuerdo haberlo pensado en ese momento de angustia, que si mi amiga no se
hubiese antojado de pasear por el centro comercial, esa noche ya estaríamos en
casa.
Miércoles,
día del referéndum “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella”.
Amaneció. Recuerdo
que era un día soleado con pocas nubes, aparentaba ser un día normal.
Intentamos nuevamente ir a casa, pero nos conseguimos con una montaña sobre la
carretera, lo que significaba que estaríamos a la deriva un buen tiempo. Les
propuse ir a Los Corales, allí vivía una prima de mi madre, quien al vernos nos
invitó a desayunar. Allí pude cambiarme el traje formal de la reunión de anoche
por una vestimenta más cómoda, con franela, short y sandalias. Al rato, llegó
mi primo echándonos los cuentos sobre los derrumbes en Corapal, y de que estuvo
toda la madrugada auxiliando a los vecinos.
Salimos de nuevo a
ver el estado del derrumbe en la carretera. El avance de los trabajo de la
Alcaldía para despejar la vía, era a paso de tortuga por causa de la gran
cantidad de rocas, tierra y barro acumulados. De pronto, empezó a lloviznar
nuevamente, lo cual nos hizo salir de allí y nos fuimos esta vez a donde un
amigo que vivía en el Caribe, en el edificio Los Molinos, más arriba de los
campos de golf. Yo había propuesto ir otra vez a Los Corales, pero mis
compañeros no estuvieron de acuerdo conmigo. Allí almorzamos, nuestra intención
era que este amigo nos llevase hasta el derrumbe y que nosotros cruzaríamos
caminando, pero él no estuvo de acuerdo por considerarlo peligroso porque
seguía lloviendo. Nos propuso quedarnos a dormir y en la mañana siguiente nos
llevaba. Aceptamos y pasamos la noche, pero no fue la única.
En la casa de mi
prima en Los Corales hubiésemos dormido más cómodos, pero esa fue la decisión
de la mayoría y fue una sabia decisión, como luego comprobaríamos.
Jueves, “el
cielo se hace agua”.
La lluvia
continuó, pero esta vez con mayor intensidad. La noche la pasamos algo
incómodos, durmiendo en la sala, sobre una colchoneta, pero descansamos.
Pensaba que el aguacero sólo tenía la intención de arrullar los sueños y que en
la mañana el cielo se abriría para dar paso a la luz, pero no fue así, amaneció
oscuro.
Al levantarme, mi
amigo mencionó que había hablado por teléfono con su hermano, quien le dijo que
el río de Carmen de Uria estaba crecido y a punto de desbordarse. Esto me
preocupó porque mi casa se ubicaba muy cerca de su cauce. En algún momento,
gracias a una llamada telefónica realizada a un amigo que se encontraba en el
sitio, pude saber que mi familia se encontraba bien, pero aún así la inquietud
persistía.
Yo, al igual que
mi hermano menor con su esposa y su bebé, aún vivía con mis padres. También,
por las tardes al salir del colegio, mis tres sobrinos por parte de mi segundo
hermano llegaban a casa, donde eran cuidados por mi madre. Mi cuñada los
buscaba al final de su jornada de trabajo, pero en esta oportunidad no pudo
hacerlo por las dificultades provocadas por la mencionada lluvia.
El día transcurrió
sin parar de llover, por la ventana se mostraba un cielo ennegrecido. Recuerdo
en el pasado haber visto lluvias intensas, donde el agua corría por las calles,
las alcantarillas se tapaban y se formaban lagunas, siendo divertido ver los
carros intentando pasar. Yo, aún seguía pensando que la tormenta era pasajera,
sólo me preocupaba que el río de Uria pudiese desbordarse.
Entrada la noche,
mi amigo me dijo que el río se había desbordado. Ahora si mi ansiedad era
extrema, pero mantenía la fe de que mi familia estuviese a salvo. Esa noche la
pasamos angustiados, dormimos poco. A veces, teníamos señal de celular y
podíamos comunicarnos con alguien de la zona; de esa manera, pude enterarme que
mi familia se encontraba bien.
Viernes,
“ahora si es en serio el aguacero”.
Es cuando me doy
cuenta que la situación no es pasajera, que no es una nube como a veces
decimos. El cielo lloraba a cántaros y el miedo nos invadió. Nos enteramos que
Carmen de Uria era un desastre, que el desbordamiento del río hizo estragos
derribando casas habitadas y llevándose todo por delante. Esa noche no dormimos
y fue una noche muy larga.
En una de las
llamadas que logramos hacer, nos dijeron que el río se llevó a una amiga
nuestra y a su hija y que no se supo más de ellas, desaparecieron en la brava
corriente. También nos enteramos que mi gente seguía a salvo, pero aún no había
podido hablar con alguno de ellos.
Al celular de mi
amigo llamó mi cuñada, la madre de mis tres sobrinos. Ellos vivían en ese
momento en un sector que se llama San Julián, hacia la montaña, donde nace un
río con ese mismo nombre. Ella me preguntó con voz desesperada si tenía
noticias de sus hijos, a lo cual respondí que sí, que estaban bien, pero
ocultándole que no había podido contactarlos directamente y que todo lo que
sabía era por referencia de otros. También hablé con mi hermano, quien me dijo
que por su casa todo era un desastre, que el río estaba crecido, me afirmaba
“se parece al Niágara”, que estaba violento y llevaba consigo troncos inmensos
de árboles que venía arrastrando desde lo alto de las montañas. El Ávila se
estaba desgarrando.
Más tarde mi
cuñada volvió a llamarme, esta vez para despedirse porque pensaba que no iba a
sobrevivir y para pedirme que cuidara a sus hijos. La animé, o eso traté de
hacer, diciéndole que todo iba a salir bien.
Sábado, “el
Sol sale para todos” .
El cielo siguió
sudando en la madrugada, pero su intensidad iba disminuyendo. Durante la noche
conciliamos el sueño por ratos, ya comenzábamos a mostrar la desesperación en
llantos. En mi caso no perdía la fe en que mi gente sobreviviera, pero a veces
me desanimaba.
Amaneció!, no creo
haber visto en mi vida un cielo tan hermoso, aún con ciertas nubes, pero el Sol
asomó su cara y sus rayos de luz comenzaron a penetrar para calentar el
ambiente, surgió la esperanza. De repente comenzaron a escucharse los
helicópteros en el cielo, volaban como enjambres de un lado a otro. Se había
iniciado el rescate masivo por parte de la Fuerza Aerea. Cerca de donde estaba,
se ubicaba uno de los lugares designado para evacuar a la gente,
específicamente en el campo de golf. Nuevamente, nos comunicamos con la gente
de Uria, ya se había iniciado su rescate, los llevaban a todos para el
aeropuerto de Maiquetía.
Salimos a la calle
y quedamos perplejos ante aquella vista; todo era un ambiente de caos, se
caminaba sobre el barro aún húmedo, con olor a tristeza y la gente deambulaba
como muertos vivientes, sin rumbo definido. Fuimos al campo de desalojo,
coordinado por el Ejército, las familias estaban organizadas en fila, esperando
su turno para montarse en los helicópteros, lo importante era salir de allí,
nadie se preocupaba del destino del viaje. En mi caso, sólo pensaba reunirme
con los míos.
Luego, bajamos a
la Marina del Sheraton para intentar navegar hasta Uria, pero era imposible,
muy peligroso, porque en el mar flotaban cardúmenes de troncos, que habían sido
vomitados por los ríos y quebradas, luego de haberse hartado las montañas con
rabia. Entonces regresamos al lugar de nuestra residencia de cobijo; en el
camino perdí mis sandalias, se rompieron por el pesado caminar en el lodasal.
Llegando a la puerta del edificio me llevo mi primera sorpresa, dificulto que
haya sido casualidad, veo venir a mi hermano con su esposa, quienes se habían
despedido para siempre la noche anterior. Yo sólo dije ¡coño, están
vivos!, nos abrazamos, no hubo llanto,
tampoco alegría, aún estábamos absortos del terror de esos días. Mi cuñada solo
me preguntó ¿Qué sabes de los niños? a lo que respondí “supe que a la gente de
Uria los estaban llevando al aeropuerto”. Ella se fue hacia los helicópteros y
logró montarse rápidamente y mi hermano se quedó conmigo.
Yo continuaba
descalzo. Por los lados de la piscina del edificio había un par de zapatos de
goma, pregunté de quién era, nadie me supo decir, más bien los vecinos me
decían que los agarrara, lo cual hice.
Estando todos
juntos, mi hermano, mi amigo y Yo, decidimos irnos del lugar. Iniciamos nuestra
caminata hasta La Guiara, allí nos esperaban unos amigos caraqueños que
habíamos contactado para que nos buscaran.
No éramos los
únicos, era una gran marcha, como aquellos éxodos de pueblos completos que
huyen de la guerra o de una epidemia y que nunca imaginé ser protagonista de
una. En ese largo camino fue cuando verdaderamente me di cuenta de lo que había
pasado, entendí que el desastre era generalizado, que el terror vivido no era
de pocos, sino de muchos. De vez en cuando, le preguntaba a mi hermano por
dónde andábamos y nunca fue capaz de reponderme con precisión, pues el desatre
era tan grande que se hacía difícil identificar las urbanizaciones y muchas calles habían desaparecido bajo
inmensas rocas. Seguimos nuestro andar, en el trayecto nos conseguíamos amigos,
nos alegrábamos al vernos e intercambiábamos nuestros horrores vividos.
Llegamos a La
Guaira, donde nos esperaban los caraqueños en motos. Yo nunca me había subido
en una y no pienso hacerlo más, a no ser que verdaderamente lo necesite. Ellos
tenían la intención de llevarnos directamente a Caracas, pero le pedimos pasar
primero por el aeropuerto, queríamos ver si nuestra familia estaba allí.
El aeropuerto era
un caos, gente por todos lados, todo lucía desordenado, se sentía un profundo
hedor en el ambiente. Mi hermano y Yo, lo recorrimos rápidamente sin éxito, no
vimos a nuestra familia, sólo conseguimos amigos que nos dijeron que los habían
visto. Al salir del sitio, me conseguí con mi primo de Los Corales, quien me
dijo que su madre estaba bien, nos ofreció quedarnos en Catia La Mar, lo cual
agradecí, pero nuestra prioridad era conseguir a los nuestros.
Ya estaba
oscureciendo, serían más de las seis de la tarde. Nos montamos de parrilleros
en las motos, nuestros amigos caraqueños nos dijeron que estaban atracando en
la autopista, que subiríamos sin parar y rápido. Así lo hicimos. Pensaba que no
llegaría, las piernas me dolían de apretarlas para no caerme de la moto. Cuando
llegamos a la autopista Francisco Fajardo, a la altura de la entrada al
Paraíso, le pedí al conductor que parara, necesitaba estirarme y relajarme un
rato. En Plaza Venezuela, nos estaban esperando
otros amigos en un vehículo, donde nos fuimos más cómodos. Esa noche nos
bañamos, cenamos y dormimos en cama.
Domingo, “el
día del encuentro”.
Al día siguiente
en la mañana, luego de desayunar, nuestro anfitrión nos llevó al aeropuerto La
Carlota para averiguar sobre nuestra gente. En la lista de damnificados, vimos
los nombres de nuestro padre y de nuestro hermano menor, donde decía que habían
ido a la Embajada de España.
Nos conseguimos a
grupo de médicos que se iban para atender a la población de Higuerote y le
pedimos la cola hasta la salida del aeropuerto. Nuestro plan era ir al C.C.C.T. para llamar por teléfono y
que nos ayudaran. Cuando estábamos por cruzar la calle al centro comercial,
escuchamos que nos llaman por nuestros nombres, al voltear vimos que eran
nuestro primos de Los Teques, que estaban desde temprano haciendo guardia por
si aparecíamos, la alegría fue inmensa al verlos y más aún cuando nos dicen
¡Ustedes son los que faltan, todos están en el Colegio San Ignacio de Loyola
esperándolos!
Llegamos al
Colegio, nos identificamos como damnificados y nuestros primos nos condujeron a
donde estaban los demás, en un salón de clases que habían habilitado para
hospedar a la gente. Al entrar por la puerta todos corrimos a abrazarnos y
besarnos, lloramos de alegría, lo importante era que todos estábamos vivos.
Dios existe,
de eso no tengo dudas.
Siempre que
recuerdo lo sucedido, concluyo que algo todopoderoso jugó las piezas
correctamente. Si mi amiga no se hubiese antojado de pasear por el Sambil,
hubiésemos llegado temprano y, además, pasar a Uria, pero quizás no hubiese habríamos
sobrevivido. Y si hubiéramos decidido dormir en Los Corales, el cual quedó
completamente devastado, lo más probable es que hubiésemos desaparecido bajo
las corrientes del río San Julián.
Otro milagro es la manera que me conseguí con mi
hermano, en el tiempo y el espacio exacto. Así como también, la manera que
nuestros primos nos consiguieron saliendo del aeropuerto de La Carlota ¿Quién
les dijo que pasaríamos por allí? Y el mayor los milagros, es habernos reunidos
tan pronto y estar todos vivos.
FIN