Autor: Martín A. Fernández Ch.
Era un sábado de Octubre, que
pretendía ser un día normal, propio del mes, soleado y un cielo despejado de un
intenso azul, la diferencia la hacía un compromiso que tenía con una amiga para
almorzar. Nos habíamos conocido hace algún tiempo, siempre manteníamos contacto
por motivos de trabajo, pero con el tiempo se fue construyendo una relación más
estrecha, hasta llegar a compartir algunas intimidades.
Últimamente, nos reuníamos más a
menudo para almorzar o cenar, y ponernos al día sobre nuestras vidas, teníamos
preocupaciones por nuestros hijos. Su hijo, se había ido a estudiar a una
universidad fuera de Caracas, en Barquisimeto, a donde casualmente también se
fueron mis pequeños hijos a vivir con su madre. Esa carencia, por la distancia
de nuestros amores, nos unía en largas conversaciones, no necesariamente para
lamentarnos, sino para acompañarnos en frescas estancias, hablando de
anécdotas, de lo bello de la vida, y hasta tratando de descifrar las incógnitas
de la vida para llegar a ser feliz.
Recuerdo que ese día, como todos
los sábados, me levantaba temprano, a las seis de la mañana, para ir a caminar
al Parque del Este; luego, pasar por el mercadito de la calle de Los Palos
Grandes a comprar frutas, un ramo de margaritas blancas o amarillas, y una rica
cachapa con queso de mano para desayunar, la cual me permitía presumir antes
mis grandes amigos del exterior, quienes no dejan de añorar un desayuno como
ese, según las conversaciones en los chats.
Cerca de la hora de la cita, la
cual era entre las dos y tres de la tarde, me voy preparando, esta vez prefiero
ir bien vestido, no elegante, con un toque de mi mejor perfume, quiero que ella
se sienta a gusto conmigo; además, ella es una mujer muy hermosa, cabello largo
y elegante, de piel morena y una sonrisa contagiosa. Quedamos en que me buscaba
en su carro; como siempre, para mí era una incertidumbre a donde iríamos a
comer, ella conoce más de restaurantes, es más caraqueña, y siempre damos con
lugares donde se puede disfrutar de excelente comida y de un buen vino.
Llegamos al restaurant, uno que
se llama Rúa, ubicado en Las Mercedes, primera vez que lo visitaba. Escogimos
una mesa cerca de la entrada, pedimos de comer, primero una entrada, luego algo
del mar como plato fuerte, y lo acompañamos de una botella de un buen vino blanco
que ella escogió, quien tiene mayor aprecio a la belleza de esta bebida.
Durante el almuerzo conversamos agradablemente de muchos temas, de los hijos,
del trabajo, del beisbol, de los amigos, en fin, de la vida; luego, vino el postre,
y seguimos conversamos, se acabó el vino, y tomamos un digestivo, el cual
repetimos, y no paramos de compartir nuestros emociones.
Ya eran como las siete de la
noche, cuando comienzan a llegar los invitados a la celebración de aniversario
de casados de una pareja desconocida, quienes habían reservado un salón en el
segundo nivel del restaurant, animada con música, la cual aprovechamos para
bailar al lado de la mesa, ella baila muy bien. Sonaba salsa y nos reímos
mucho, porque se me había olvidado como girar y moverme, hasta que agarré el
ritmo. En todo ese tiempo nos conectamos
de manera especial, sentí algo distinto a otros días, sentí que nos enlazamos
de verdad, sentí como si viajáramos juntos en el tiempo y en el espacio, allí y
en ese momento entendí lo importante que era ella para mí.
No le dije nada, para mí era muy
importante ese sentimiento de la amistad, pero quise llevarme un recuerdo, y
ese fue el corcho de la tapa de la botella de vino, el cual mantuve en mi mano,
que en algún momento se me cayó al piso, pero lo recuperé. Parece tonto, pero
pensaba que de cosas sencillas se pueden tener recuerdos hermosos, y se me
ocurrió que ese corcho era el objeto que me recordaría ese momento en
particular cuando nació una amistad más estrecha y verdadera.
FIN
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