martes, 16 de diciembre de 2014

¡DIOS EXISTE!

Por: Martín Fernández (Octubre 2014)


Para mí, todo comenzó un día martes 14 de diciembre de 1999.

Estaba en Caracas celebrando el día Internacional del Tasador Panamericano, era una reunión en horas de la noche festejando entre colegas y amigos, con bebidas y pasapalos. En este ambiente de cordialidad se hablaba sobre temas gremiales y del país, específicamente que el siguiente día sería el referendum para aprobar la nueva Constitución.

Normalmente no me gustaba estar hasta muy tarde en Caracas, porque vivía en una urbanización llamada Carmen de Uria, ubicada a un lado de la vía antes de llegar a Naiguatá, en el Litoral Central. Las salidas nocturnas implicaban llegar muy tarde a mi casa y había que sufrir las penurias del servicio de transporte público nocturno; pero lo más angustioso era que mi mamaita no descansaba hasta que llegase a casa, con bastante razón, puesto que representaba peligro. Pero en esta oportunidad pude quedarme un buen rato en la celebración, debido a que me esperaban una pareja de amigos, que andaban en vehículo y vivían en el mismo sector. Llegada las nueve de la noche me despedí de la reunión y fui a encontrarme con mis vecinos.

Mi amiga le insistió a su novio que quería pasear por el Sambil, a lo cual no pudo negarse y me tocó acompañarlos. Por un buen rato nos perdimos caminando por los pasillos viendo tiendas; más tarde, nos apeteció cenar en dicho centro comercial. Estaba despreocupado por la hora y fue a las once cuando nos dispusimos a bajar a La Guiara.

Durante el camino estuvo lloviznando de manera débil, pero persistente. Por cierto, desde Septiembre había estado lloviendo y más recurrente desde hace cuatro semanas, siempre lloviznas breves. Ya habían ocurrido algunos derrumbes;sin embargo, en la zona siempre se pensaba que eso era algo muy natural. Mi amigo, que se crió en Uria, conocía las eventualidades que podrían presentarse en el camino y no dejaba de decirnos que la carretera era peligrosa en el tramo de Tanaguarena a la casa, puesto que de las laderas se desprendían rocas por causa del agua y si seguía lloviendo era preferible quedarse en otro lugar. Adicionalmente, nos preocupaba pasar antes que se desbordarse la quebrada “La Alcantarilla de Oro”.

Dicha carretera es estrecha y extremadamente oscura.  Esas condiciones de clima nos obligaban a estar alerta y andar despacio. En la medida que nos acercábamos a la bendita quebrada, el lodo en el asfalto se hacía más abundante y justamente en el puente se atascó el vehículo que iba delante de nosotros, quedando atravesado de tal manera que no dejó espacio para que ningún otro pudiera pasar. Algunos intentaron empujarlo, luego probaron remolcarlo, pero fue inútil. En eso empezó a llover más intensamente, haciendo que bajara mayor cantidad de lodo de la montaña y realmente nos preocupamos cuando comenzó a cubrir al vehículo atascado; entonces fue cuando decidimos dar vuelta atrás. Esa noche no tuvimos otra opción que quedarnos a dormir en un motel, en Tanaguarena.
 
Pienso ahora, no recuerdo haberlo pensado en ese momento de angustia, que si mi amiga no se hubiese antojado de pasear por el centro comercial, esa noche ya estaríamos en casa.


Miércoles, día del referéndum “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella”.

Amaneció. Recuerdo que era un día soleado con pocas nubes, aparentaba ser un día normal. Intentamos nuevamente ir a casa, pero nos conseguimos con una montaña sobre la carretera, lo que significaba que estaríamos a la deriva un buen tiempo. Les propuse ir a Los Corales, allí vivía una prima de mi madre, quien al vernos nos invitó a desayunar. Allí pude cambiarme el traje formal de la reunión de anoche por una vestimenta más cómoda, con franela, short y sandalias. Al rato, llegó mi primo echándonos los cuentos sobre los derrumbes en Corapal, y de que estuvo toda la madrugada auxiliando a los vecinos.

Salimos de nuevo a ver el estado del derrumbe en la carretera. El avance de los trabajo de la Alcaldía para despejar la vía, era a paso de tortuga por causa de la gran cantidad de rocas, tierra y barro acumulados. De pronto, empezó a lloviznar nuevamente, lo cual nos hizo salir de allí y nos fuimos esta vez a donde un amigo que vivía en el Caribe, en el edificio Los Molinos, más arriba de los campos de golf. Yo había propuesto ir otra vez a Los Corales, pero mis compañeros no estuvieron de acuerdo conmigo. Allí almorzamos, nuestra intención era que este amigo nos llevase hasta el derrumbe y que nosotros cruzaríamos caminando, pero él no estuvo de acuerdo por considerarlo peligroso porque seguía lloviendo. Nos propuso quedarnos a dormir y en la mañana siguiente nos llevaba. Aceptamos y pasamos la noche, pero no fue la única.

En la casa de mi prima en Los Corales hubiésemos dormido más cómodos, pero esa fue la decisión de la mayoría y fue una sabia decisión, como luego comprobaríamos.


Jueves, “el cielo se hace agua”.

La lluvia continuó, pero esta vez con mayor intensidad. La noche la pasamos algo incómodos, durmiendo en la sala, sobre una colchoneta, pero descansamos. Pensaba que el aguacero sólo tenía la intención de arrullar los sueños y que en la mañana el cielo se abriría para dar paso a la luz, pero no fue así, amaneció oscuro.

Al levantarme, mi amigo mencionó que había hablado por teléfono con su hermano, quien le dijo que el río de Carmen de Uria estaba crecido y a punto de desbordarse. Esto me preocupó porque mi casa se ubicaba muy cerca de su cauce. En algún momento, gracias a una llamada telefónica realizada a un amigo que se encontraba en el sitio, pude saber que mi familia se encontraba bien, pero aún así la inquietud persistía.

Yo, al igual que mi hermano menor con su esposa y su bebé, aún vivía con mis padres. También, por las tardes al salir del colegio, mis tres sobrinos por parte de mi segundo hermano llegaban a casa, donde eran cuidados por mi madre. Mi cuñada los buscaba al final de su jornada de trabajo, pero en esta oportunidad no pudo hacerlo por las dificultades provocadas por la mencionada lluvia.

El día transcurrió sin parar de llover, por la ventana se mostraba un cielo ennegrecido. Recuerdo en el pasado haber visto lluvias intensas, donde el agua corría por las calles, las alcantarillas se tapaban y se formaban lagunas, siendo divertido ver los carros intentando pasar. Yo, aún seguía pensando que la tormenta era pasajera, sólo me preocupaba que el río de Uria pudiese desbordarse.

Entrada la noche, mi amigo me dijo que el río se había desbordado. Ahora si mi ansiedad era extrema, pero mantenía la fe de que mi familia estuviese a salvo. Esa noche la pasamos angustiados, dormimos poco. A veces, teníamos señal de celular y podíamos comunicarnos con alguien de la zona; de esa manera, pude enterarme que mi familia se encontraba bien.


Viernes, “ahora si es en serio el aguacero”.  

Es cuando me doy cuenta que la situación no es pasajera, que no es una nube como a veces decimos. El cielo lloraba a cántaros y el miedo nos invadió. Nos enteramos que Carmen de Uria era un desastre, que el desbordamiento del río hizo estragos derribando casas habitadas y llevándose todo por delante. Esa noche no dormimos y fue una noche muy larga.

En una de las llamadas que logramos hacer, nos dijeron que el río se llevó a una amiga nuestra y a su hija y que no se supo más de ellas, desaparecieron en la brava corriente. También nos enteramos que mi gente seguía a salvo, pero aún no había podido hablar con alguno de ellos.

Al celular de mi amigo llamó mi cuñada, la madre de mis tres sobrinos. Ellos vivían en ese momento en un sector que se llama San Julián, hacia la montaña, donde nace un río con ese mismo nombre. Ella me preguntó con voz desesperada si tenía noticias de sus hijos, a lo cual respondí que sí, que estaban bien, pero ocultándole que no había podido contactarlos directamente y que todo lo que sabía era por referencia de otros. También hablé con mi hermano, quien me dijo que por su casa todo era un desastre, que el río estaba crecido, me afirmaba “se parece al Niágara”, que estaba violento y llevaba consigo troncos inmensos de árboles que venía arrastrando desde lo alto de las montañas. El Ávila se estaba desgarrando.

Más tarde mi cuñada volvió a llamarme, esta vez para despedirse porque pensaba que no iba a sobrevivir y para pedirme que cuidara a sus hijos. La animé, o eso traté de hacer, diciéndole que todo iba a salir bien.  


Sábado, “el Sol sale para todos” .   

El cielo siguió sudando en la madrugada, pero su intensidad iba disminuyendo. Durante la noche conciliamos el sueño por ratos, ya comenzábamos a mostrar la desesperación en llantos. En mi caso no perdía la fe en que mi gente sobreviviera, pero a veces me desanimaba.

Amaneció!, no creo haber visto en mi vida un cielo tan hermoso, aún con ciertas nubes, pero el Sol asomó su cara y sus rayos de luz comenzaron a penetrar para calentar el ambiente, surgió la esperanza. De repente comenzaron a escucharse los helicópteros en el cielo, volaban como enjambres de un lado a otro. Se había iniciado el rescate masivo por parte de la Fuerza Aerea. Cerca de donde estaba, se ubicaba uno de los lugares designado para evacuar a la gente, específicamente en el campo de golf. Nuevamente, nos comunicamos con la gente de Uria, ya se había iniciado su rescate, los llevaban a todos para el aeropuerto de Maiquetía.

Salimos a la calle y quedamos perplejos ante aquella vista; todo era un ambiente de caos, se caminaba sobre el barro aún húmedo, con olor a tristeza y la gente deambulaba como muertos vivientes, sin rumbo definido. Fuimos al campo de desalojo, coordinado por el Ejército, las familias estaban organizadas en fila, esperando su turno para montarse en los helicópteros, lo importante era salir de allí, nadie se preocupaba del destino del viaje. En mi caso, sólo pensaba reunirme con los míos.

Luego, bajamos a la Marina del Sheraton para intentar navegar hasta Uria, pero era imposible, muy peligroso, porque en el mar flotaban cardúmenes de troncos, que habían sido vomitados por los ríos y quebradas, luego de haberse hartado las montañas con rabia. Entonces regresamos al lugar de nuestra residencia de cobijo; en el camino perdí mis sandalias, se rompieron por el pesado caminar en el lodasal. Llegando a la puerta del edificio me llevo mi primera sorpresa, dificulto que haya sido casualidad, veo venir a mi hermano con su esposa, quienes se habían despedido para siempre la noche anterior. Yo sólo dije ¡coño, están vivos!,  nos abrazamos, no hubo llanto, tampoco alegría, aún estábamos absortos del terror de esos días. Mi cuñada solo me preguntó ¿Qué sabes de los niños? a lo que respondí “supe que a la gente de Uria los estaban llevando al aeropuerto”. Ella se fue hacia los helicópteros y logró montarse rápidamente y mi hermano se quedó conmigo.

Yo continuaba descalzo. Por los lados de la piscina del edificio había un par de zapatos de goma, pregunté de quién era, nadie me supo decir, más bien los vecinos me decían que los agarrara, lo cual hice.

Estando todos juntos, mi hermano, mi amigo y Yo, decidimos irnos del lugar. Iniciamos nuestra caminata hasta La Guiara, allí nos esperaban unos amigos caraqueños que habíamos contactado para que nos buscaran.

No éramos los únicos, era una gran marcha, como aquellos éxodos de pueblos completos que huyen de la guerra o de una epidemia y que nunca imaginé ser protagonista de una. En ese largo camino fue cuando verdaderamente me di cuenta de lo que había pasado, entendí que el desastre era generalizado, que el terror vivido no era de pocos, sino de muchos. De vez en cuando, le preguntaba a mi hermano por dónde andábamos y nunca fue capaz de reponderme con precisión, pues el desatre era tan grande que se hacía difícil identificar las urbanizaciones  y muchas calles habían desaparecido bajo inmensas rocas. Seguimos nuestro andar, en el trayecto nos conseguíamos amigos, nos alegrábamos al vernos e intercambiábamos nuestros horrores vividos.

Llegamos a La Guaira, donde nos esperaban los caraqueños en motos. Yo nunca me había subido en una y no pienso hacerlo más, a no ser que verdaderamente lo necesite. Ellos tenían la intención de llevarnos directamente a Caracas, pero le pedimos pasar primero por el aeropuerto, queríamos ver si nuestra familia estaba allí.

El aeropuerto era un caos, gente por todos lados, todo lucía desordenado, se sentía un profundo hedor en el ambiente. Mi hermano y Yo, lo recorrimos rápidamente sin éxito, no vimos a nuestra familia, sólo conseguimos amigos que nos dijeron que los habían visto. Al salir del sitio, me conseguí con mi primo de Los Corales, quien me dijo que su madre estaba bien, nos ofreció quedarnos en Catia La Mar, lo cual agradecí, pero nuestra prioridad era conseguir a los nuestros.

Ya estaba oscureciendo, serían más de las seis de la tarde. Nos montamos de parrilleros en las motos, nuestros amigos caraqueños nos dijeron que estaban atracando en la autopista, que subiríamos sin parar y rápido. Así lo hicimos. Pensaba que no llegaría, las piernas me dolían de apretarlas para no caerme de la moto. Cuando llegamos a la autopista Francisco Fajardo, a la altura de la entrada al Paraíso, le pedí al conductor que parara, necesitaba estirarme y relajarme un rato. En Plaza Venezuela, nos estaban esperando  otros amigos en un vehículo, donde nos fuimos más cómodos. Esa noche nos bañamos, cenamos y dormimos en cama.


Domingo, “el día del encuentro”.

Al día siguiente en la mañana, luego de desayunar, nuestro anfitrión nos llevó al aeropuerto La Carlota para averiguar sobre nuestra gente. En la lista de damnificados, vimos los nombres de nuestro padre y de nuestro hermano menor, donde decía que habían ido a la Embajada de España.

Nos conseguimos a grupo de médicos que se iban para atender a la población de Higuerote y le pedimos la cola hasta la salida del aeropuerto. Nuestro plan  era ir al C.C.C.T. para llamar por teléfono y que nos ayudaran. Cuando estábamos por cruzar la calle al centro comercial, escuchamos que nos llaman por nuestros nombres, al voltear vimos que eran nuestro primos de Los Teques, que estaban desde temprano haciendo guardia por si aparecíamos, la alegría fue inmensa al verlos y más aún cuando nos dicen ¡Ustedes son los que faltan, todos están en el Colegio San Ignacio de Loyola esperándolos!

Llegamos al Colegio, nos identificamos como damnificados y nuestros primos nos condujeron a donde estaban los demás, en un salón de clases que habían habilitado para hospedar a la gente. Al entrar por la puerta todos corrimos a abrazarnos y besarnos, lloramos de alegría, lo importante era que todos estábamos vivos.

Dios existe, de eso no tengo dudas.
Siempre que recuerdo lo sucedido, concluyo que algo todopoderoso jugó las piezas correctamente. Si mi amiga no se hubiese antojado de pasear por el Sambil, hubiésemos llegado temprano y, además, pasar a Uria, pero quizás no hubiese habríamos sobrevivido. Y si hubiéramos decidido dormir en Los Corales, el cual quedó completamente devastado, lo más probable es que hubiésemos desaparecido bajo las corrientes del río San Julián.

Otro milagro es la manera que me conseguí con mi hermano, en el tiempo y el espacio exacto. Así como también, la manera que nuestros primos nos consiguieron saliendo del aeropuerto de La Carlota ¿Quién les dijo que pasaríamos por allí? Y el mayor los milagros, es habernos reunidos tan pronto y estar todos vivos.

FIN

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