Autor: Martín A. Fernández C.
Fecha: 04/05/2016
En algún momento
de nuestras vidas hemos retado a la naturaleza, por gallardía, por estupidez o por
simple capricho sólo para contradecirla y mostrarnos superiores. Pero no nos
damos cuenta, que esa falta de respeto es un alto riesgo y que en ocasiones podemos
acercarnos o encontrarnos con la muerte. Un elemento de la naturaleza que merece
inmenso respeto es el mar, donde se esconden infinitos misterios como son las
corrientes marinas y la influencia de los vientos, fenómenos invisibles que
actúan discretamente para darle vida y hacer sentir que es un ser pensante.
En una ocasión, hace más de 29
años, cuando el merengue y la música disco estaban de moda, casualmente un 28 de diciembre, Carlos se divertía
con un grupo de amigos de infancia en una playa llamada La Punta, que se ubica
en la entrada del pueblo Los Caracas, en el Litoral Central. El día era de sol picante,
de ese que muchos aprovechan para oscurecer su piel, sin importarles pertenecer
en un futuro al grupo mundial de los 3 millones de casos anuales de cáncer de
piel.
Durante la mañana, Carlos y dos
de sus amigos: Juan y Alejandro, por casi una hora, se ejercitaron practicando Lucha
Canaria, un tipo de deporte antiguo nativo de las Islas Canarias, sobre el cual
se dice que en 1527 se realizó una luchada para celebrar el nacimiento de
Felipe II. Este buen entrenamiento produjo
mella en sus condiciones físicas, pero la juventud siempre reserva fuerzas insospechadas
para seguir una juerga playera.
Alejandro también practicaba
windsurf, un deporte que empezaba a tener auge en Venezuela, lo cual hacía los
fines de semana y en vacaciones de verano, llevando el equipo sobre el techo de
su Malibú Classic Chevrolet del año 76, color azul, desteñido por el tiempo. En
esa época la tabla era de 3,20 metros de
eslora, pesaba más de 20 Kg y estaba construida con fibra de vidrio. Su tecnología
era incipiente si se compara con los equipos modernos: eslora hasta 2 metros,
peso menor a 7 Kg y hecha con fibra de carbono, kevlar, cerámica, madera y
espuma de poliestireno. Aunque la velocidad que desarrollaba no era
sorprendente, en comparación con los 90 Km/h que pueden desarrollar los nuevos
equipos, el gusto y furor por este deporte tiene que ver con la lucha en
solitario contra la naturaleza, la sensación de libertad y la conexión estrecha
y directa entre la mente, cuerpo y naturaleza (el viento y las corrientes
marinas), a través del equipo de windsurf como mediador.
Para el momento en que el Sol quemaba
desde el cenit, Alejandro quiso navegar en su windsurf y pidió ayuda a los
amigos para armarlo mar adentro, debido a que el intenso oleaje impedía hacerlo
en la misma orilla. La playa donde estaban, no tenía las mejores condiciones
para este tipo de deporte, en contraste con el surf para lo cual era perfecta,
así que se distribuyeron las partes del equipo: Alejandro se acostó sobre la
tabla y remó con los brazos hasta mar adentro, luego del nacimiento de las
olas; Carlos nadó cargando con el “pié de mástil” y “la Orza” (pieza que
permite direccionar la navegación, va colocada por debajo de la tabla haciendo
contacto con el agua y conectada al mástil) y Juan llevó el mástil, la vela y
la botavara (vara amarrada a la vela donde el piloto se agarra para contener el
viento y lograr el impulso para navegar).
Los tres se reunieron en lo
hondo, en esa zona donde inicia el mar adentro. Luego de armar el rompecabezas
de la nave, Juan quiso subir de polizón, acostándose sobre la popa de la tabla.
Alejandro, luego de varios intentos, elevó el mástil halando de la driza (soga),
tomó la botavara y orientó la vela para deslizarse rumbo al Noreste,
colocándose con espalda a barlovento y así convertir, a través de la tensión de
sus brazos, la fuerza del viento en impulso de navegación.
En ese mismo momento, Carlos estaba
nadando para regresar a la playa, pero a pesar del esfuerzo no lograba avanzar.
Él se encontraba en ese nivel donde nacen las olas, pero le era imposible montarse
en la cresta de una de ellas para impulsarse a la orilla. Descansó un momento y
luego volvió a intentarlo con más fuerza, pero había una corriente de resaca
que lo abrazaba para regresarlo mar adentro. A pesar de sus destrezas como
nadador y sus buenas condiciones físicas, le dolían los hombros de tantas
brazadas que hizo, sintió que se le desprendían los brazos del torso. El
agotamiento se apoderó de la voluntad de Carlos (es posible que el
entrenamiento de la mañana le estuviese cobrando factura), el miedo y la
desesperación se hicieron presentes, y hasta llegó a pensar que era su fin. Sus
pensamientos eran incoherentes, se decía a sí mismo que estaba perdido y que era
mejor dejarse hundir de una vez, en vez de sufrir la agobiante espera de la
muerte. Esa masa de agua superficial aparentemente tranquila lo envolvía y lo
paseaba a su capricho, se había enamorado de él y lo deseaba tener para siempre
sin su consentimiento.
De pronto Carlos tuvo un destello
divino en su pensamiento para sobrevivir: recordó que sus amigos se encontraban
navegando y volteó a buscarlos. Vio que se encontraban cerca, como a unos 25
metros, y les gritó para que lo
auxiliaran. Al principio no lo veían, pero como pudo alzó un brazo para hacerles
señas. Al encontrase con Alejandro y Juan, les contó que la corriente era muy
fuerte y que no podía llegar a la playa. Juan pensó en nadar a la orilla, pero Carlos
le hizo entender que era muy riesgoso.
Alejandro trató de navegar con Juan
y Carlos recostados sobre la tabla, se colocó a babor procurando ceñir contra
el viento en dirección Noreste, buscando el rumbo para salir por la playa
vecina, pero las condiciones no los favorecían: escaso viento, el exceso de peso
que provocaba el hundimiento de la proa y la fuerte corriente. El capitán siguió
perseverando aplicando todas las maniobras posibles para avanzar, pero sus
intentos fueron estériles, así que decidió
desmontar la vela y que los tres remaran con los brazos, pero nada se logró.
Los tres amigos se sentaron con la tabla entre sus piernas, para esperar que la
corriente marina los paseara en paralelo a la costa, hacia el Oeste, y así
poder salir por alguna otra playa con mejor condición.
Allí estaban los náufragos a la
deriva, no les quedaba otra que estar calmados y pacientes, sobre todo Carlos,
quien sobrevivió a su agonía. Pasó un buen tiempo, las conversaciones entre Alejandro
y Juan eran sobre cómo salir del agua. Carlos, por su parte, solo pensaba que
estaba vivo y que ya no sería parte de las estadísticas de muertos por
inmersión (causa poco relevante que no alcanza el 3% del total de defunciones),
él prefería una muerte más típica.
Como a la media hora de estar tomando
sol, un helicóptero sobrevoló a los náufragos, pero no se distinguía si era de
rescate o de algún medio de comunicación, al final poco importaba tal
distinción, “seguramente nos vieron” pensaron ellos; sin embargo, no se atrevieron
a hacer señas de auxilio, prefirieron seguir a la deriva que hacer el ridículo.
Pero gracias a los amigos que estaban en tierra, la Guardia Nacional se enteró de
la emergencia.
Pasó otro buen rato y llegó un
pequeño peñero a rescatarlos, tenía un motor fuera de borda y llevaba tres
tripulantes. A los rescatistas se les ocurrió la idea de remolcar a los
náufragos atando el windsurf con un mecate a la proa, puesto que en el bote no
cabían todos. Carlos estaba acostado sobre la popa de la tabla con medio cuerpo
en el agua, pero a medio camino del arrastre no aguantó el esfuerzo del agarre
y se soltó, los hombros aún le seguían doliendo. Se volvió a montar y esta vez
sí pudo resistir hasta llegar a la playa El Pescado, conocida en Los Caracas
por tener una escultura de gran tamaño de una especie marina, parado en un
pedestal sobre la arena. Allí los recibió un par de guardias nacionales y los montaron
en un Jeep militar, de color verde aceituna y con techo de lona, para llevarlos
al comando que se ubicaba en la entrada del pueblo, cerca de la alcabala. El guardia
de mayor rango se dirigió a ellos y les dijo “ustedes son jóvenes y tienen
mucho que dar a la patria, deben de cuidarse”, consejo que Carlos conservó para
siempre.
En el comando, el guardia
nacional a cargo anotó sus datos, los colocó en el patio a cielo abierto, uno
al lado del otro como si fueran soldados, en posición erguida, con las manos
atrás, y les dio un largo discurso, tanto o más tiempo del que estuvieron en el
agua. El hombre era más bajo que los muchachos, pero fornido y mal encarado.
Les habló de lo irresponsables que fueron, sobre el riesgo que tomaron, del
peligro de la playa, de las historias de bañistas y surfistas ahogados, y otras
situaciones más, que hacían preguntarse: “Entonces, ¿por qué dejan que se bañen
en esa playa?” Los náufragos, descalzos y sin camisas, se cansaron de estar
parados, pero no se atrevían a quejarse con el guardia por temor a un castigo
mayor, quizás temieron un encierro en el calabozo por horas o, quien sabe,
hasta el día siguiente. De la charla tan repetitiva e incoherente, los
compadres de aventura llegaron a extrañar aquellos momentos en que se
encontraban a la deriva, en calma, sólo esperando pacientemente que el manto de
la corriente les permitiera salir más adelante en otra playa más dócil.
FIN